Imagen: Bernardino Ávila

Por Ailén Cirulli y Mariana Fernández 

“A ver si nos volvés a pegar, negro de mierda”, gritó uno de los rugbiers antes de atacar. “Dale que lo vas a matar, vos podés”, se oyó vociferar a alguien en medio de la golpiza. “¿Te lo querés llevar de trofeo”, dijo haber escuchado una chica a uno de los allí presentes, segundos antes de la patada que terminó con la vida de Fernando. Ella misma intentó apartar a los agresores junto a otros/as adolescentes en la puerta del boliche pero les resultó imposible: “Eran una máquina de golpear y así y todo nadie hizo nada”, aseguró la testigo.

El crimen de Fernando es el principal tema de preocupación de la opinión pública. No es un caso habitual por tratarse de jóvenes que “no tenían necesidades económicas”, como se señaló en los medios. Se trató de un conflicto entre jóvenes de clases medias y altas que salieron “a divertirse” pero… ¿Cómo se llegó al fatal desenlace? ¿Fue un acto planificado de violencia colectiva? No podemos saberlo. Los rugbiers no dan respuestas. Se muestran erguidos ante una sociedad que repudia el asesinato y, sorprendida, lo juzga. Pero, ¿hasta qué punto? ¿En qué radica la sorpresa? ¿En que el acto haya sido cometido por jóvenes que suelen aparecer en los medios en calidad de víctimas? ¿O en el carácter extremo de la violencia?

Si de violencia se trata, debemos partir de la base de lo complejo que resulta su definición. Principalmente, por su carácter polisémico pero también por ser el producto de configuraciones hegemónicas de sentido que rigen en una época. En los casos de linchamientos producidos en contextos de vulnerabilidad, la prensa suele describir con rigurosa precisión el hecho que desencadena en el accionar violento: se narra detalladamente el robo como problema de la inseguridad. Esta operación convierte el hecho en un caso de “justicia por mano propia” llevada adelante por el hartazgo de “la gente” frente a la sucesión de casos similares. Existe una premisa que se deja leer entre líneas en noticias similares: la gente no es violenta, reacciona. Se torna necesario conocer el hecho previo para empatizar con quienes perpetúan un linchamiento, porque “todos somos (potenciales) víctimas de la inseguridad”.

Sin embargo, en este caso, quienes ejecutaron el accionar violento son considerados por el sentido común como sujetos violentos, no necesitan un hecho de inseguridad para ser concebidos de esa manera. La presencia de rugbiers en los medios de comunicación (como grupo social, por fuera de las noticias de deportes) es vasta, infinidad de veces aparecen asociados a actos violentos, como el caso de Malvino atacado por rugbiers argentinos en Brasil, o el caso del indigente agredido en una fiesta del San Isidro Club, el año pasado.

Si bien existe consenso en el pedido de justicia por Fernando, una encuesta realizada en el AMBA asegura que el 73% de las personas cree que los imputados no cumplirán la pena. He aquí el discurso hegemónico acerca del (mal) funcionamiento del poder judicial (la “puerta giratoria”, la lentitud en las condenas, etc.). ¿El hecho de que los rugbiers queden en libertad configuraría un “peligro” para los y las ciudadanas que exigen justicia? ¿Qué tipo de justicia reclama aquella sociedad que, ante otros linchamientos (David Moreira, Cristian Cortéz, José Oviedo, etc.) ha llegado, en parte, a un acuerdo sobre la necesidad de dar muerte al delincuente en defensa de la ciudadanía?

Entonces, ¿Quién era Fernando? ¿Un ciudadano, de los nuestros que conmueve por haber sido una buena persona (era solidario, estudiaba, trabajaba, ayudaba a reparar escuelas) y asesinado sin piedad ni culpa? ¿Por qué para los rugbiers no formaba parte de ese nosotros y lo veían, en cambio, como un “negro de mierda”? ¿Cuál es el límite luego del cual la vida no es ya políticamente relevante y puede ser suprimida? ¿Cuál es el valor que adquiere la muerte cuando lo que está en juego no es sólo el hecho de morir sino de morir como ser humano?