Por Tomás Crespo, Mercedes Calzado y Marianela Nappi.    








El discurso del presidente de la Nación, Mauricio Macri, en la inauguración del 137° período de sesiones ordinarias del Congreso puede leerse desde dos perspectivas paralelas, a las que podríamos denominar mercantil y penal. Complementarias, si se quiere, una con otra. O en cualquier caso, no contradictorias.

La interrelación entre estas dos vertientes estructura el relato general del actual Gobierno. Pero en el inicio de un año electoral, la narrativa mercantil-penal cobró particular relevancia en la Asamblea Legislativa del último 1° de marzo, cuando se transformó en el cimiento sobre el cual se enarboló el último discurso de Macri como presidente -y el primero como candidato- ante los legisladores nacionales y demás personalidades presentes.

“Nos propusimos dejar de patear los problemas para adelante para empezar a mirar la realidad de frente”, resaltó el presidente. Desde la racionalidad mercantil, el macrismo se construye a sí mismo como el legítimo intérprete de una mecánica económico-social de carácter objetivo e inapelable. Se trata de un viejo tópico del liberalismo según el cual el proceso económico presenta una lógica racional, coherente y previsible. Desde esta perspectiva, intentar modificar el curso de ese devenir es un esfuerzo destinado al fracaso -ya que se trataría de un acontecimiento de carácter natural-, por lo que el rol del dirigente político pasa por auscultar el fenómeno y obrar en función de su dinámica interna. Aparece así con fuerza la idea de una verdad que debe ser respetada para llegar a buen puerto. El buen gobierno es aquel que actúa en función de la verdad que emerge del mercado.

Esto se reconoce en el discurso presidencial a través de frases como “No aceptamos que nos mientan, que nos oculten datos relevantes”; “Recuperamos el INDEC y volvimos a ver la realidad”; “Ya no creemos en las soluciones mágicas”, o “Cuando elegimos el camino del atajo terminamos pagando las consecuencias”. También la verdad se materializa en la referencia a “tarifas irreales, con un Estado que despilfarraba recursos para hacernos creer que podíamos vivir en una realidad que no era”, o a la necesidad -con efectos dolorosos- de “normalizar” la economía. Asume que hoy es posible reconocer una realidad que permite incluso al Estado asumir “que la inseguridad no es una sensación”. Al haber alcanzado el acceso a la verdad, los ciudadanos ya no estaríamos “parados sobre el relato, sino sobre bases sólidas”.

Este discurso político sustentado en la correcta lectura de la objetividad mercantil suele hacer uso de la idea de riesgo como una de las claves de lectura del proceso social. Se construyen así amenazas potenciales, de dudosa realización, pero que operan en el presente con efectos concretos en pos de evitarlas. Por eso Macri pudo decir que “si no hubiésemos tomados las decisiones que tomamos, la economía hubiese colapsado”. Se conjuró una difusa amenaza futura con consecuencias traumáticas en la actualidad. Es incómodo, reconoce el primer mandatario, pero el margen de maniobra era nulo.

En resumen, la narrativa presidencial indica que el presente puede ser materialmente penoso, pero cualquier otro camino hubiese llevado a una situación peor, ya que se hubiese apartado de la verdad que postulan el mercado y sus leyes incontrastables. Y ya sabemos lo que pasa cuando los humanos contradecimos la voluntad de los dioses.

Ahora bien, para ser efectiva la razón mercantil debe ir acompañada de una racionalidad penal. Macri definió entonces que  “para seguir avanzando necesitamos que se aprueben reformas importantes como el Código Penal”, y el “Régimen Penal Juvenil”. Esta segunda vertiente que cimienta el discurso oficial tiene que ver con aquellos espacios donde el Estado sí puede -y debe- intervenir en beneficio de la comunidad toda. Desde ese lugar, el presidente puede comparar su gestión con la del Gobierno anterior y valorizar la existencia actual de “un Estado que combate las mafias y previene la corrupción”, el proyecto de un Régimen Penal Juvenil que “le da una respuesta del Estado a muchos chicos que van camino de convertirse en delincuentes”, reivindicar a “los policías que entran a los barrios peligrosos arriesgando su vida, porque hoy se sienten apoyados, respaldados y respetados”, o destacar que “hoy, con la presencia del Estado, de la Gendarmería, como en el caso de la villa 1.11.14, en tres años se redujeron los homicidios, en un lugar que antes era tierra de nadie”.

Entonces, el Estado dejará hacer en el terreno económico pero intervendrá fuertemente en el combate al delito -supuestamente en cualquiera de sus formas: corrupción, mafias y delito urbano, aunque el foco se pone específicamente en este último-. Porque si cambió el modo de aceptar y hacer visible la realidad, también cambió “el tiempo en que los delincuentes se salen con la suya mientras las enormes mayorías trabajamos para sacar este país adelante”.

Del cruce entre la racionalidad mercantil y la penal, entendemos, surge el ideal social que apuesta a consolidar la alianza Cambiemos. Vale decir, el Estado no pondrá trabas – “ni cepos ni prohibiciones”, como enfatizó Macri- a la ciudadanía en el terreno económico, pero intervendrá en el plano penal y limpiará el espacio público de sujetos peligrosos e indeseables.

A partir de entonces, la trayectoria de cada argentino y argentina será consecuencia de las decisiones que tomen por sí mismos. Desde ese lugar, no deja de ser llamativo el modo en que tras el uso de un “nosotros” pretendidamente inclusivo, se advierte la intención de hacer co-rresponsable a la población de los resultados alcanzados. Así, escuchamos que “a la Argentina la vamos a sacar adelante entre todos”, “el país depende de todos nosotros y de nadie más” o “vamos a hacer lo que durante muchos años ninguna generación se animó a hacer”.

Espacio público ordenado, vía libre para actuar en el plano económico -escatimando las relaciones de poder que existen entre los actores en ese terreno- y responsabilidad de la ciudadanía en los logros o fracasos de la gestión gubernamental. La otredad del ciudadano medio es el delincuente -entendido en un amplio sentido- pero su contracara ya no es el trabajador sino el emprendedor. Y esta lógica abarca toda la praxis social. En última instancia, la ministra Bullrich hará lo que haya que hacer -una vez más la verdad como tecnología de gobierno-, pero antes, como expresó Macri en su alocución, hay que darle a los menores delincuentes “la oportunidad de hacerse responsables de sus actos”.

La utopía macrista, en síntesis, se funda en la falsa igualdad de todos los ciudadanos: “En ese futuro somos todos parte”. A partir de ahí, cada uno tomará las decisiones que considere adecuadas.  Los sueños podrán ser colectivos, pero los riesgos son individuales. Si al final de ese sendero no alcanzáramos “el cambio” sino la pobreza o la delincuencia, deberemos -en tanto que ciudadanos responsables- asumirnos como causas y hacernos cargo de las consecuencias.

Y habremos fallado como sociedad. Todos. Macri, usted y nosotros. Entonces nos podremos sentar en una mesa y analizar qué salió mal. Después de todo vivimos, según esta verdad, en un país atravesado por el diálogo, los consensos y la cultura del acuerdo. Eso sí, “quien se oponga, diga dónde está parado y a quién quiere proteger”. Es ahí donde la utopía del nosotros deja de ser inclusiva y donde la verdad y su realidad pasan a ser para algunos y los palos para otros.

Foto: clarin.com