La explosión mediática de discursos centrados en la denuncia de la corrupción ha originado que Tomás Crespo analice la forma que asumió esta discursividad desde la campaña presidencial de Cambiemos en 2015 y los modos en que se desarrolla en su primer gobierno. A su vez, reflexiona sobre el uso político de la corrupción como parte de una tecnología de gobierno que legitime la re-implementación de programas económicos regresivos.                                                                                                                                                       

            Tomás Crespo

 

De un tiempo a esta parte los argentinos hemos asistido a la explosión de una infinidad de discursos centrados en la denuncia de la corrupción[1] estatal/política[2]  y en la necesidad de combatirla y erradicarla. En su gran mayoría, se trata de acusaciones que apuntan a develar la supuesta matriz esencialmente corrupta del kirchnerismo durante su largo ciclo, comprendido entre 2003-2015. La contraparte ha sido un movimiento simétrico pero de signo inverso, tendiente a establecer que el gobierno de la alianza electoral Cambiemos –que basó su campaña en un programa de fuerte impronta ética y moral y construyó a la administración “honesta” de la cosa pública como el pilar de lo que sería su gestión– está en realidad permeado por altísimos niveles de corrupción, ligados básicamente a la relación íntima entre una gran parte de los funcionarios de primera línea con el sector privado, del cual provienen y al cual estarían beneficiando.

Los campos político y periodístico se han conformado así como la arena en la que se disputa de manera intensa en torno a un capital altamente deseado pero que en los hechos se muestra como escurridizo y esquivo para todos los actores –aunque algunos puedan aducir más legitimidad que otros en esa lucha–: la honestidad.

Ahora bien, ¿es novedosa esta jerarquización del combate a la corrupción en la agenda pública? Claramente no. Muy por el contrario, el tema estuvo también al tope de los asuntos construidos como centrales para la sociedad en otras oportunidades.

Lo que debemos tener en cuenta es que, como indica Sebastián Pereyra (2013), no existe una relación directa entre el aumento de la corrupción y el hecho de que la misma se convierta en materia de debate público. Por lo tanto, aunque es imposible saber si se ha incrementado o no en un determinado período, sí podemos dar cuenta de que últimamente se ha constituido en un problema público en Argentina, replicando el proceso que se había dado durante los años noventa.

En aquella ocasión, el combate a la corrupción fue construido a nivel mundial como un problema que iba más allá del color político de los partidos gobernantes, en el que pretendía ser un mundo pos-ideológico, tras la caída de la Unión Soviética. En ese escenario signado por el triunfo del capitalismo neoliberal, “la corrupción apareció como un objeto cuya crítica permitía legitimar la aplicación de políticas de libre mercado como estrategia de desarrollo y, a la vez, señalar el modo en el que podían superarse los problemas que se presentaban en los procesos de transición a la democracia”[3] (Pereyra, 2013: 27). Con los matices característicos de cada caso concreto, a grandes rasgos, el fenómeno se replicó en Argentina.

Actualmente, en el marco de una nueva experiencia de cáriz neoliberal en nuestro país tras un largo período (2002-2015) caracterizado por otro patrón de acumulación, crecimiento y distribución de la riqueza y el ingreso (Kulfas, 2016) –que a falta de una mejor categoría podríamos definir como posneoliberal (Sader, 2008) –  vuelve a ponerse en agenda el combate a la corrupción estatal/política. Y vuelve a tratarse de un proceso que se desenvuelve a nivel mundial. En efecto, el fenómeno también se advierte en países como España[4], México[5], Brasil[6] o Corea del Sur[7], por citar solo algunos de los casos con mayor cobertura mediática[8].

Pese a las diferencias que pudiera haber entre uno y otro período en el que el combate a la corrupción se construyó como uno de los principales temas de la agenda pública y en el modo en que este proceso se dio en diferentes regiones[9], consideramos que el mismo debe ser leído –y aquí reside a nuestro entender la clave– como una tecnología de gobierno[10] en el marco de lo que Michel Foucault definió como la gubernamentalidad neoliberal (2012).

Con la categoría gubernamentalidad, este autor aborda el modo en que el poder se ejerce hacia el interior de lo que él llama el dispositivo de seguridad –que surge en reemplazo (sin eliminarlos, sino subordinándolos) de los dos grandes mecanismos que previamente habían definido, cada uno a su turno, la economía del poder en Occidente: el legal, jurídico o de soberanía, en primer término, y el disciplinario en segundo lugar–  sin necesidad de una permanente intervención del Estado, sino a través de la producción de una determinada verdad, cuyo respeto y seguimiento será lo que defina el “gobernar bien”. Se trata, dice Foucault, de  “formas de poder que no ejercen la soberanía ni explotan, pero conducen” (2009: 235). El poder entonces ya no será principalmente pensado a partir del establecimiento de un código binario sobre un territorio delimitado –como en el paradigma soberano– ni desde la necesaria normalización de individuos considerados desviados –como en las disciplinas–, sino en términos de la conducción de la conducta, con un fuerte componente persuasivo. Lo que se prioriza, observa Pablo de Marinis, son “acciones orientadas a regular o dirigir otras acciones” (1999: 11) o, en palabras de Foucault, se apunta a “estructurar el posible campo de acción de los otros” (Ibíd.). En igual sentido, Barry Hindess define a la gubernamentalidad como “la regulación de la conducta a través de la aplicación más o menos racional de los medios técnicos[11] adecuados” (Ibíd.).

Ahora bien, la gubernamentalidad como tal surgió en el siglo XVIII a partir de los planteos de la escuela fisiócrata y su caracterización del ciclo económico ya no como algo que debía ser constantemente controlado por el Estado, sino como un fenómeno natural, que presentaba sus propias regularidades sobre las que había que operar pero sin tratar de modificarlas. Desde entonces ha adquirido diversos formatos y aspectos. No hay nada como “la” gubernamentalidad, sino que hay diversas gubernamentalidades, cuyo único punto en común es el factor de la conducción de las conductas previamente referido. Lo que a nosotros nos interesa entonces es una variante específica de la gubernamentalidad: la neoliberal, que es la que caracteriza a las sociedades contemporáneas, tras el agotamiento del dispositivo disciplinario que signó a los Estados de bienestar en Occidente (y que hundía sus raíces en los albores mismos de la sociedad capitalista).

Sobre la gubernamentalidad neoliberal, Foucault evalúa que está definida por la “fobia al Estado” (2012: 94) y se caracteriza por ciertos rechazos: a la economía dirigida, la planificación, al intervencionismo estatal, al pleno empleo. La contradicción principal se dará entonces entre el liberalismo -entendido como un arte de gobernar “consistente en limitar al máximo las formas y los ámbitos de acción del gobierno” (2012: 39)-  y cualquier forma de intervencionismo económico, que para los discursos neoliberales desembocará necesariamente en una experiencia totalitaria al estilo del nazismo o del socialismo soviético, cuyo punto en común fue haber querido contrariar las leyes objetivas del mercado.

Para la gubernamentalidad neoliberal, por lo tanto, el mercado es la fuente y origen de toda verdad, razón por la cual se debe dejarlo actuar con la menor cantidad posible de intervenciones, para que así “pueda formular su verdad y proponerla como regla y norma a la práctica gubernamental” (Foucault, 2012: 46). En palabras de John Brown, en el seno del dispositivo liberal “la política encuentra su verdad en la economía” (2014: 10).

Entonces, ¿es el combate a la corrupción estatal/política un medio técnico adecuado para conducir la conducta de una determinada población en un sentido específico?

Entendemos que sí. Concretamente, consideramos que en el marco de la gubernamentalidad neoliberal, los discursos tendientes a priorizar la denuncia de hechos de corrupción estatal/política y el combate a la misma y a sus perpetradores, forman parte de una tecnología de gobierno que apunta legitimar la implementación y/o continuidad de programas económicos regresivos en términos de distribución del ingreso y de la riqueza, relegando en las denominadas “fuerzas del mercado” la capacidad de asignar recursos, lo que se plasma indefectiblemente en una estructura socioeconómica signada por la inequidad.[12]

En ese sentido, al construirse a la corrupción estatal/política como la principal problemática a resolver y como la causante de todas las consecuencias que derivan en realidad del modelo de organización económico y social vigente (pobreza, indigencia, desempleo, baja calidad de los servicios públicos, inequitativa distribución de la riqueza y del ingreso, etc.), se apunta a conducir la conducta de la población en la dirección de que la agenda de gobierno neoliberal sea aceptada, ya que no sería la responsable de las penurias materiales existentes, sino su supuesta solución, desde el momento en que limita el accionar del principal causante del accionar corrupto: el Estado. Se trabaja así sobre un regímen de visibilidad y de decibilidad muy concreto (Deleuze, 2015), a partir del cual determinadas cuestiones se construyen como evidentes y otras tantas pierden cualquier legitimidad[13].

Construir a la corrupción como la principal problemática de una sociedad y lanzar una cruzada contra la misma como política prioritaria, apunta a concretar el principal objetivo de la gubernamentalidad neoliberal, que como apuntan Nikolas Rose y Peter Miller, es conectar “las vidas de los individuos, grupos y organizaciones con las aspiraciones de las autoridades en las democracias liberales avanzadas del presente” (de Marinis, 1999: 17), pero sin imponerlo, sino conduciendo, persuadiendo. Esto se logra en base a la consolidación de determinadas racionalidades políticas[14], que se van asentando a partir del éxito demostrado en la construcción de diversos problemas como centrales y en la resolución efectiva de los mismos, en desmedro de otros posibles abordajes, conceptualizaciones y resoluciones. Es desde ahí que debemos pensar por qué en un determinado momento la corrupción se constituyó en un problema público y si la promesa de su combate ha demostrado éxito a la hora de resolver la encrucijada de la aceptación social de un modelo económico regresivo en términos de la distribución de la riqueza y del ingreso.

Claro que la respuesta no puede ser minimizar los efectos de la corrupción ni desestimarla como problema público. Se trata en cambio de advertir cómo funciona el dispositivo en el que estamos inmersos como primer paso necesario para construir una alternativa que nos ubique en otro plano, donde el combate a la corrupción estatal no implique la legitimación de políticas económicas sustentadas en el empobrecimiento y la desigualdad.


Notas al pie de página

[1] El título remite al libro de Jonathan Simon “Gobernar a través del delito”, quien al reflexionar sobre el modo en que el poder se ejerce en Occidente tras el colapso de los Estados de bienestar (aún de la versión estadounidense, mucho más liviana y menos inclusiva que la europea), denuncia el establecimiento de “un nuevo orden civil y político estructurado en torno al problema de los delitos violentos” (2011: 14), en el marco de la gubernamentalidad neoliberal. En estas páginas intentaremos argumentar que, quizá, estemos asistiendo a la conformación de “un nuevo orden civil y político estructurado en torno al problema de” la corrupción estatal/política.

[2] Con esto queremos decir que las denuncias de corrupción pueden centrarse tanto en funcionarios como en dirigentes políticos que no desempeñan cargos públicos.

[3] Un ejemplo concreto: al analizar el discurso pronunciado en la Universidad de Princetown por el secretario de Estado de los Estados Unidos, James Baker, en diciembre de 1991, en el que planteó los grandes lineamientos que su país seguiría en la política internacional tras la inminente desaparición de la Unión Soviética, el autor ruso Serhi Plokhy dice: “El secretario de Estado declaró que Washington estaba dispuesto a entablar relaciones con los dirigentes que defendiesen la centralización del control sobre los arsenales nucleares soviéticos y su progresivo desmantelamiento en todas las repúblicas menos en Rusia, así como la instauración de la democracia y la economía de mercado. La ayuda occidental – principalmente estadounidense- a las repúblicas dependería de que sus gobernantes se atuviesen a estos principios” (2015: 379).

[4] http://www.lanacion.com.ar/2018035-la-corrupcion-desborda-al-pp-y-amenaza-con-una-crisis-de-gobernabilidad-a-rajoy

[5] http://www.lapoliticaonline.com/nota/104852-el-pri-desata-una-caceria-de-gobernadores-corruptos-para-mejorar-sus-chances-electorales/

[6] http://www.lanacion.com.ar/1999082-los-brasilenos-regresan-a-la-calle-hastiados-de-la-corrupcion

[7] https://www.pagina12.com.ar/24999-cayo-la-presidenta-de-corea-del-sur

[8] http://www.lanacion.com.ar/1983910-corrupcion-una-nueva-fuente-de-inestabilidad-global

[9] Básicamente, debe destacarse la diferencia entre lo acontecido tras la disolución de la Unión Soviética y el consiguiente período de indiscutible hegemonía liberal, por un lado, y el escenario geopolítico contemporáneo, por el otro, mucho menos uniforme que aquel. A modo de ejemplo, los dos países que capitanearon el giro liberal en lo económico y conservador en lo político que abarcó a Occidente hacia finales de la década de 1970 –Estados Unidos e Inglaterra- hoy atraviesan situaciones muy distintas a las de entonces. En el primer caso, debido al triunfo en las últimas elecciones presidenciales de Donald Trump, cuya campaña se basó en una crítica directa a los efectos generados por la globalización en el pueblo estadounidense. En el segundo, la salida de la Unión Europea a partir del referendo denominado BrExit.  Por distintas vías, ambos electorados se pronunciaron en contra del diseño económico y político surgido tras la caída de los socialismos reales, uno de cuyos baluartes fue el combate a la corrupción. En igual sentido podemos mencionar la buena performance electoral que en Europa vienen desempeñando las alternativas ligadas a opciones nacionalistas, que también sustentan sus campañas en el combate a la globalización neoliberal, siendo los casos más recientes el del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia y el del Partido por la Libertad de Geert Wilders en Holanda, ambos consolidados como las segundas fuerzas políticas en sus países.

[10] Tecnologías entendidas como “los procedimientos prácticos por los cuales el saber se inscribe en el ejercicio práctico del poder, la autoridad y el dominio” (de Marinis, 1999: 16).

[11] Cursivas nuestras

[12] Intuitivamente, creemos que esta hipótesis puede adquirir para el caso argentino actual, en principio, tres formatos: 1) que los inevitables efectos regresivos sobre la distribución de la riqueza en el marco de cualquier programa económico de matriz neoliberal se deben la corrupción estatal/política y no al diseño macroeconómico en sí;  2) que el Estado debe retirarse todo lo posible del proceso económico ya que su misma intervención habilita la emergencia de la corrupción, concebida como el principal problema público a ser resuelto; 3) que la corrupción de la administración anterior producto lógico de su afán intervencionista –y no las políticas públicas actuales que favorecen un proceso regresivo en la distribución del ingreso- es la responsable de las penurias materiales del presente, que se solucionarán liberando a las fuerzas mercantiles.

[13] Los comportamientos corruptos en el ámbito privado, por ejemplo, que pasan prácticamente desapercibidos, ya sea que se relacionen o no con algún funcionario público.

 [14] de Marinis define a las racionalidades como “una forma de concordancia de reglas, formas de pensar, procedimientos tácticos, con un conjunto de otras condiciones, bajo las cuales, en un determinado momento, resulta posible percibir algo como un ‘problema’, tematizarlo como tal y generar alternativas prácticas de resolución del mismo, aún pese a las resistencias que precisamente esto pueda generar por parte de otros actores” (1999: 14).

 


Bibliografía

 

  • Brown, J. 2014 (2009): La dominación liberal. Ensayo sobre el liberalismo como dispositivo de poder (La Habana: Ciencias Sociales)
  • De Marinis, P. (1999): “Gobierno, gubernamentalidad, Foucault y los anglofoucaultianos (O: un ensayo sobre la racionalidad política del neoliberalismo)”, en García Selgas, F. y Ramos Torre, R.: Globalización, riesgo, reflexividad. Tres temas de la teoría social contemporánea (Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas)
  • Deleuze, G. 2015 (2013): El saber. Curso sobre Foucault (Buenos Aires: Cactus)
  • Foucault, M. 2012 a (2004): Nacimiento de la biopolítica (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica)
  • Foucault, M. 2009 (2004): Seguridad, territorio, población (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica)
  • Kulfas, M. (2016): Los tres kirchnerismos. Una historia de la economía argentina 2003-2015 (Buenos Aires: Siglo Veintiuno)
  • Pereyra, S. (2013): Política y transparencia. La corrupción como problema público (Buenos Aires: Siglo Veintiuno)
  • Plokhy, S (2015): El último imperio. Los días finales de la Unión Soviética (Madrid: Turner)
  • Sader, E (2008): Posneoliberalismo en América latina (Buenos Aires, CLACSO)
  • Simon, J. 2011 (2007): Gobernar a través del delito (México: Gedisa)

 

 

 

 

 

 

Mercedes Calzado, Mariana Fernandez y Vanesa Lio.

Trabajo presentado en el VII Seminario Internacional Políticas de la Memoria, llevado a cabo en 2014 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


 

I. Violencia urbana, victimización y seguridad

La agenda mediática y política de la Ciudad de Buenos Aires se encuentra, desde hace dos décadas, teñida por el escenario de violencia urbana. Ante la crisis del Estado de Bienestar y la consiguiente refuncionalización del Estado y de la forma de gobernar bajo las políticas neoliberales, se incrementa el miedo al delito al tiempo que disminuye la distancia física entre miseria y riqueza en los espacios públicos. A medida que la percepción de desprotección se generaliza, los ciudadanos exigen administración y eficacia a los funcionarios encargados de gobernar la seguridad. Así, la necesidad social de intervenir frente al crimen se vuelve un imperativo de gestión fundamental.

Los medios de comunicación profundizan esta tendencia, promoviendo reclamos de ley y orden como solución necesaria para “combatir” la crisis securitaria. La aparición en la agenda massmediática del fenómeno de la inseguridad remite a la escenificación de una discursividad que enfatiza la potencialidad del peligro, la proximidad de sujetos amenazantes y un sinfín de medidas preventivas que la ciudadanía debe adoptar para protegerse de los riesgos urbanos. Riesgos que no refieren solamente a los transgresores de la ley sino que se atribuyen también a cartoneros, piqueteros, “trapitos” como generadores de desorden en la ciudad (Kessler, 2009).

Al mismo tiempo, los mass media no sólo han potenciado el discurso neoliberal de la inseguridad sino que han impuesto transformaciones en las formas de hacer política. Con el pasaje de las sociedades masivas a las mediáticas a partir de principios de la década del ’80, se redefine el perfil del dirigente clásico, que ya no busca interpelar a la ciudadanía desde la plaza pública sino sobre todo a partir del dispositivo televisivo (Barreiros y Cingolani, 2007). En los tiempos de la “primacía del aparecer” (Landi, 1991), el imperativo de la imagen se instala como un ingrediente muy importante del proceso político y demuestra una gran capacidad para absorber –cuando
no crear– al escenario político según sus reglas de construcción del espectáculo.
En Argentina, después de subir de manera sostenida desde 1993, en 1997 la tasa de homicidios cada 100 mil habitantes llegó a 9.0, un pico que se repitió en 2003 según datos oficiales provistos por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación (en adelante, MJDH) en 2009. Si bien desde 2003 las denuncias de delitos contra la propiedad y las personas, así como los homicidios, han descendido (pese a algunos incrementos en los últimos años), el alza de las dos últimas décadas no se modificó sustantivamente. Sin embargo, algunos estudios realizados recientemente dan cuenta de que la preocupación por la inseguridad no es un reflejo de la victimización, afirmación
interesante para analizar la realidad porteña. Autores como Kessler (2009, 2011) consideran que el miedo al delito se produce con autonomía relativa de los índices de criminalidad y una fuerte influencia de los medios de comunicación masiva en la generación de predisposiciones de alarma. La autonomía entre la percepción de miedo y la criminalidad se reflejan en la variación de las tasas de victimización entre 2003 y 2011 a nivel regional y local. Así, aunque entre 2003 y 2007 el delito no creció, la violencia urbana se ubicó como la mayor preocupación en 2008, según los últimos datos oficiales proporcionados por el MJDH.

Con datos más actuales, el informe de 2011 deLatinobarómetro repite esta tendencia: en Argentina el problema principal para la ciudadanía es el par “delincuencia/seguridad pública” (Lagos y Dammert, 2012). Esta preocupación, vale destacar, se repite en prácticamente toda la región. La  encuesta, realizada por Latinobarómetro en 18 países de América Latina, indica que en 2011 el 28 por ciento de los encuestados de la región identifican la “seguridad urbana y el crimen” como la mayor preocupación que deben afrontar sus países. Si a ello se le suma la categoría “violencia y delincuencia” el nivel de preocupación alcanza el 32 por ciento. La encuesta muestra que en la región el problema principal sigue siendo el económico. Sin embargo, desde la perspectiva de la percepción ciudadana, los ítems económicos están verbalmente expresados de diferentes formas mientras que el problema que adquiere mayor consenso verbal es “crimen”. En el caso particular de la Ciudad de Buenos Aires se observa una amplia distancia entre temor y denuncias. Según los datos publicados por el MJDH, Buenos  Aires tiene una tasa de homicidios (4,99 cada 100 mil habitantes) más baja que New York (5,6), Montevideo (6,4), México DF (8,44), Santiago de Chile (9,56), San Pablo (11,18), Washington (23,84), Bogotá (31,7) y Río de Janeiro (39,7). Sin embargo, en las encuestas el temor al crimen parece ser el problema más repetido por los habitantes de la Ciudad. En esta línea, los datos de mayo de 2013 producidos por la consultora Analogías revelan que la seguridad es el principal problema para más del 60 por ciento
de los porteños.
En este escenario regional y local, algunas de las campañas electorales a Jefe de Gobierno y a Presidente de la Nación en Argentina, así como las elecciones legislativas de medio término, estuvieron en los últimos años marcadas por la discusión en torno a la seguridad. En este contexto se inserta el proyecto Ubacyt titulado “Riesgos, violencias y orden. De la exhortación a la ciudadanía a la interpelación de las víctimas en la comunicación política argentina contemporánea”, que entre 2012 y 2014 ha dado inicio a una investigación que gira en torno a algunas de las siguientes preguntas: ¿Qué rol jugó la seguridad en las últimas cuatro campañas electorales en la Ciudad de Buenos Aires? ¿Qué diferencias y regularidades presentan las campañas en torno a la emergencia securitaria y el castigo penal? ¿Cómo fue conceptualizada la inseguridad en las estrategias de la comunicación política? ¿A quiénes se construyó como adversarios y
a quiénes como destinatarios privilegiados? ¿El rol del Estado construido resultó invariable o se adecuó al contexto electoral?

A fin de reflexionar sobre estos elementos, el proyecto analiza comparativamente las estrategias comunicacionales de los candidatos durante las elecciones entre 2007 y 2013 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Para ello se recurre al análisis discursivo de un conjunto de spots audiovisuales, plataformas electorales, declaraciones de candidatos, materiales de campaña 2.0 (Facebook, Twitter) y otros discursos extraídos de medios gráficos y televisivos. El relevamiento incluyó las campañas electorales  diseñadas por las siguientes fuerzas políticas: UNEN, una alianza electoral porteña que  se presentó a las elecciones legislativas de 2013 mediante el pronunciamiento de cuatro  listas de candidatos a diputados y senadores nacionales; Propuesta Republicana (PRO),
la coalición de centro-derecha encabezada por el actual Jefe de Gobierno porteño Mauricio Macri; el Frente para la Victoria (FPV), en ejercicio de la Presidencia de la Nación desde 2003; el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) y Camino Popular, dos de los representantes de la izquierda porteña.

Se parte del supuesto según el cual en las sociedades inseguras, los ciudadanos tienden a reconocer en la inseguridad a su preocupación central, diagnosticando sus causas, consecuencias y responsables y reclamando intervenciones estatales. De este modo, el delito se imprime como gramática privilegiada de las campañas electorales contemporáneas. A su vez, en la economía discursiva de campaña emergen rasgos de un paradigma de la victimización (Pitch, 2003) sobre el cual el candidato renueva la imagen de un Estado capaz de proteger a un ciudadano en riesgo.

II. Primeros resultados

La seguridad surgió como un tema reiterado en las campañas electorales desarrolladas entre 2007 y 2013 en la Ciudad de Buenos Aires, abarcando todo el arco político: desde la ultraderecha hasta los partidos identificados con sectores de izquierda. Si bien esto no implica que todos los candidatos hayan configurado sus campañas en términos securitarios, ha sido un eje recurrente en todos los casos. A los fines de organizar estos resultados preliminares, presentamos a continuación cuatro ejes que han atravesado las campañas analizadas.

El ciudadano-víctima como destinatario.
Las discursividades electorales de todas las fuerzas políticas estudiadas interpelan principalmente a un ciudadano-víctima. En ese sentido, las fuerzas mayoritarias de la Ciudad coinciden en construir a su destinatario como víctima de la inseguridad urbana, de la delincuencia, de un riesgo que debe ser neutralizado por las promesas de campaña. Para la enunciación del PRO, los vecinos de la Ciudad de Buenos Aires se representan como sujetos que dialogan, que sonríen, que no rivalizan. La inseguridad urbana, la suciedad en la ciudad, los riesgos de tránsito, los problemas económicos,
incluso la violencia verbal, son los peligros que acechan al porteño. Las imágenes de las  campañas del PRO muestran personas de diversas edades reunidas en distintos ámbitos de la ciudad que charlan. Muchas veces Mauricio Macri forma parte de esos grupos, es un vecino más. Sus preocupaciones son las mismas que la de cualquiera. Los discursos  del PRO interpelan víctimas de los peligros urbanos, especialmente de los riesgos de la  violencia, que acecha de la mano del diferente, del violento que no forma parte de esas  reuniones de amigos. Por un lado, los ciudadanos se configuran como víctimas de otro  peligroso, del otro lado del límite del nosotros, se ubica el violento y el que no dialoga.  En estas campañas se recupera el discurso del paradigma de la victimización, en el cual la historia colectiva se diluye y se refuerza la idea de un lenguaje de la victimización individual. Es la víctima de una ofensa particular o del temor a serlo.
La contraparte más clara de este discurso es el presentado en época electoral algunos sectores de la izquierda porteña. Ellos se dirigen a un ciudadano-víctima no necesariamente del delito común (generalmente asociado a jóvenes provenientes de barrios humildes o villas) sino del narcotráfico, del delito “de cuello blanco” y de la arbitrariedad de las fuerzas de seguridad. En esta construcción discursiva, los roles que comúnmente se asignan a víctimas y victimarios se invierten, dejando en evidencia que los identificados en el discurso hegemónico como peligros para el orden social pueden también ser definidos como víctimas del mismo sistema que los rechaza. Se recupera en
estas enunciaciones el paradigma de la opresión: la víctima es el oprimido. La categoría de opresión, tal como lo define Pitch, remite a una condición compuesta, resultado de múltiples factores. Es una categoría omnicomprensiva que define una historia colectiva, un pasado común. La víctima es aquel sujeto cuyas condiciones de existencia son desiguales frente a las que poseen quienes tienen un acceso diferencial a los medios de producción.

La gestión como contradestinatario.

Hemos observado que las estrategias de cada fuerza política analizada ejercen entre sí influencias recíprocas. La singularidad de cada cual se estructura en base a una perspectiva en pugna con la de un adversario que las discursividades reprimen o explicitan. Las campañas evidenciaron la construcción de un contradestinatario asociado a la gestión de gobierno. En 2007 la campaña de Mauricio Macri da pautas sobre esta estrategia. La cuestión de la seguridad urbana se coloca como eje temático central en términos críticos a la gestión de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y del Gobierno Nacional. La campaña apela a riesgos sobre los que el Estado debería comenzar a intervenir, peligros de los que nadie sería capaz de salvarse. “¿Quién usa las calles inundadas? Todos. ¿Quién camina por las veredas rotas? Todos”, los spot enumeran una infinidad de cuestiones que incomodan al ciudadano de a pie y destacan la necesidad de contar con una administración eficaz en detrimento de la “deficiente gestión anterior”. Con claridad este dispositivo se modifica en la campaña de 2011, cuando el PRO ya es gobierno.
En este sentido, arribamos a la conclusión según la cual las estrategias de la comunicación política tienden a variar según se esté en el gobierno o se pretenda arribar a él. Cuando esto último sucede, la inseguridad es un elemento discursivo prioritario por la fuerte repercusión social que el problema genera en la sociedad. En cambio, cuando la campaña involucra a políticos ya en ejercicio del poder, la guerra se torna más silenciosa. Así sucedió en la segunda campaña a jefe de Gobierno de Mauricio Macri cuando la cuestión de la seguridad se invisibiliza en términos críticos y en los
momentos en que se trata se visibiliza de modo de mostrar la eficacia de la gestión de gobierno y la necesidad de seguir por tal camino. “Juntos venimos bien”, recalcan. La particularidad de los discursos electorales de las fuerzas partidarias en pugna en la Ciudad de Buenos Aires es la existencia de dos polos de gestión opuestos políticamente: el Gobierno de la Ciudad y el Gobierno Nacional. En ese sentido, algunas fuerzas optaron por oponerse a uno de estos polos y otras a ambos. Para referir la última campaña al Parlamento Nacional (2013), se puede subrayar que tanto UNEN como el PRO tuvieron como prioridad en la campaña diferenciarse del contradestinatario (Verón, 1987), es decir el partidario de las ideas del adversario que representa el gobierno nacional. La dicotomía entre aquellos afines y opositores a FPV trenza la coherencia de ambas estrategias discursivas. Las dificultades enunciativas del Frente para la Victoria en la Ciudad de Buenos
Aires en este punto son fuertes. Las críticas a la gestión macrista se realizan más bien en términos de las escasas políticas sociales existentes. A la hora de intervenir en ejes temáticos derivados de la violencia urbana, no aparecen con claridad críticas, quizás por la dificultad de desasociar la gestión nacional, la policía federal y los resultados de su trabajo en la Ciudad. Las fuerzas que no poseen trabajo de gestión en el territorio de la ciudad, como UNEN y la izquierda en la elección de 2013, se mueven con más facilidad en este terreno. La inseguridad, resultado de las escasas políticas sociales y la represión de las fuerzas de seguridad para la izquierda y la ineficacia de la gestión de Gobierno de la Ciudad y el Gobierno Nacional en el manejo de las policías para UNEN dan cuenta de la conformación de un destinatario claro (la gestión) y amplio (ambos gobiernos).
La agenda impuesta
A pesar de no ser procesos necesariamente vinculados, la circulación de las noticias sobre inseguridad se profundizó en el mismo período en que se puso en marcha la autonomía de la Ciudad con las elecciones a Jefe de Gobierno y constituyentes en 1996. De este modo, en medio del alza de denuncias de crímenes violentos y otros de menor intensidad, los escenarios electorales locales desde el inicio de la autonomía  porteña se han encontrado teñidos de proclamas de seguridad.

En este escenario, las fuerzas políticas del arco más diverso incluyeron en sus discusiones de campaña la agenda de la seguridad. El PRO es la fuerza más acostumbrada a ingresar este ítem en sus definiciones electorales y a responder a la agenda pública y mediática sobre el crimen urbano. Particularmente, antes de asumir el gobierno porteño en 2007, como forma de criticar a la gestión de turno y presentarse como una alternativa superadora. La primera campaña de Mauricio Macri a Jefe de Gobierno en 2007 estuvo fuertemente teñida por la agenda de la seguridad, que adquirió una amplia dimensión propagandística y publicitaria. Al ganar las elecciones, el PRO puso en marcha la Policía Metropolitana y profundizó el sistema de cámaras de seguridad en territorio
porteño. En cambio, la batalla discursiva contra el riesgo y cómo intervenir frente al miedo latente en la ciudad no fue uno de los motores más utilizados en la campaña de 2011, donde se eludió hablar de inseguridad desde la dimensión del miedo. En este caso, seguridad fue gestión y eficacia.
Pese a que en los spots de 2011 no se hallaron referencias directas a la violencia urbana, esto no implica que la seguridad haya sido abandonada por el PRO como una promesa fundamental a la vecindad. Durante la campaña, Macri no sólo le habló a través de spots a la ciudadanía: salió a la calle, firmó “compromisos” con los vecinos prometiendo más seguridad en los barrios y mayores medidas de protección securitaria a través de la distribución de botones antipánico entre “aquellos que son más vulnerables”, los adultos mayores de la ciudad para que puedan emitir alertas ante
“situaciones de riesgo”. Lo hizo presenciando eventos que buscaron ser comunicados desde los noticieros de los horarios centrales y en el vivo y directo que permiten los canales de noticias. Luego, cristalizó estos acontecimientos en videos que pasaron a formar parte de su campaña 2.0.

En el marco del Plan Integral de Seguridad se firmó un compromiso que  comprendió la colocación de cámaras de seguridad para monitoreo en todos los parques y plazas, centros comerciales barriales y accesos a la ciudad. De esta forma, el espacio público invitó a algunos y expulsó a otros. Dos grupos de sujetos se presentaron como excluyentes: los vecinos, ese nosotros inclusivo (víctimas); y los delincuentes o disturbadores del orden público, esos otros, sobre los cuales las cámaras deben focalizar su atención.
De modo similar, la alianza UNEN en la campaña 2013 también siguió en términos generales esta estrategia donde el temor difuso de la ciudadanía se vuelve un tema destacado de la agenda política. Cada una de sus listas internas, tomó al respecto un posicionamiento particular. Juntos enfatizó la necesidad de generar cambios institucionales en los tres poderes del Estado con el objetivo de combatir la corrupción, como paso previo para ganar la batalla contra el delito. Y, acentuó la necesidad de crear un marco de contención e inclusión social. Paralelamente, planteó la existencia de “zonas peligrosas” en la ciudad, que deberían ser evitadas con el objetivo de resguardar la paz social. Recomendación que deriva en la fragmentación social y la circulación limitada en el espacio público, volviéndose incompatible con el planteo de la generación de medidas inclusivas.
Suma +, por su parte, propuso afrontar el problema de la inseguridad por medio de la implementación de una estrategia de “seguridad global”, tendiente a amalgamar las políticas públicas de las más diversas agencias estatales. Esto apareció relacionado con la necesidad de proteger la vida de los ciudadanos, entendida como aquel bien que el Estado tiene la obligación de proteger y potenciar. Argumento que vino a justificar el despliegue de políticas de ley y orden hacia el delincuente. Coalición Sur, por su parte, planteó un discurso en torno a la inseguridad ligado a la defensa de la soberanía nacional, en pos de la cual el Estado debe proceder con todas las armas de que dispone. Función que habría sido dejada de lado por la gestión kirchnerista. La emergencia de la delincuencia en las fronteras argentinas se vinculó al accionar de “mafias”: el narcotráfico, la trata de personas y las barras bravas. La solución pasó, entonces, por retomar el control del territorio y limpiarlo de estos agentes mafiosos que atentan contra la seguridad de la población.
Dicho diagnóstico fue compartido por la lista Presidente Illia, que para neutralizar a las mafias mantuvo la necesidad de controlar los flujos circulatorios hacia el interior del territorio nacional. En ese sentido, remarcó la ausencia de políticas de prevención del delito y, a la vez, sugirió implementar políticas punitivas. En suma, las cuatro listas tuvieron como prioridad marcar una diferencia tajante con el contradestinatario que representa el gobierno nacional. La principal crítica hacia este último fue la corrupción y la falta de gestión del problema de la seguridad, que vendría
a corromper las instituciones y a defraudar a la ciudadanía.
Por su parte, el Frente para la Victoria enfatizó durante las campañas de la Ciudad la necesidad de seguir acompañando las políticas y obras del gobierno nacional, que definen una agenda propia en materia de seguridad. Por momentos, la agenda de la inseguridad parece ser la agenda del otro, de aquel que apela a un ciudadano atemorizado. El temor, en última instancia, se puede vincular con la posibilidad de perder la agenda política instaurada en los últimos diez años por el Gobierno Nacional, por ejemplo mediante la constante apelación a las políticas educativas y de desarrollo
humano. De modo que los contradestinatarios son los candidatos que apelan a la  violencia urbana como eje discursivo de campaña. Los spots de las campañas desde 2007 silencian los riesgos, y revelan en términos de positividad aquello que el Gobierno Nacional hizo en términos de políticas sociales en Argentina.

No obstante, hay épocas de tensión en las definiciones del FPV en términos de la incorporación de la agenda mediática sobre seguridad. En ciertas campañas, las definiciones del FPV en torno de la política de seguridad comienzan a cobrar cuerpo desde cibajes discursivos que aluden a los escenarios de peligro. Por ejemplo, en las elecciones de octubre de 2013 esto se verificó con la incorporación de la voz del primer candidato a diputado de la Provincia de Buenos Aires, Martín Insaurralde, y su propuesta para encarar el debate de la baja en la edad penal juvenil. Si bien no es el modo habitual de afrontar la cuestión de la seguridad dentro de la agenda política del
FPV en la Ciudad, los enunciados de Insaurralde ingresan en el debate electoral poniendo el eje más que en priorizar el desarrollo de las políticas sociales a nivel nacional, en profundizar la agenda del peligro urbano y el castigo de sus actores primordiales: el joven varón, morocho y pobre, en tanto victimario. Al respecto, las fuerzas políticas de izquierda que se presentaron a las elecciones
de 2013 coincidieron en mantener una postura crítica hacia el “oficialismo”, así como al PRO y a UNEN. De cara a las elecciones generales, Camino Popular, un frente compuesto por Buenos Aires para Todos (liderado por Claudio Lozano), Marea Popular (encabezada por Itaí Hagman) y varios movimientos sociales, acusó al kirchnerismo de “conceder legitimidad ya no solo a reclamos puntuales de la oposición sino al imaginario que sustenta esos reclamos” como un hecho que “deja huellas más allá de una campaña electoral” (Revista Marea, 2013: 2).
Por su parte, el FIT, una alianza conformada por el Partido Obrero, el Partido de los Trabajadores Socialistas e Izquierda Socialista, también se posicionó en contra de la baja en la edad de imputabilidad juvenil. También convergieron el FIT y Camino  Popular en la propuesta de participación comunitaria en seguridad con perspectiva de derechos humanos implementando instancias de vigilancia popular sobre las fuerzas policiales, judiciales y el servicio penitenciario. Políticas preventivas que se orientan a controlar a las fuerzas represivas en defensa de los sectores y clases populares mediante la atribución de un rol activo a la ciudadanía.
Hacia una definición de la in-seguridad
El posicionamiento de la inseguridad como problema público central ha derivado, como venimos argumentando, en una mayor presencia de esta cuestión en la agenda pública y en la comunicación electoral. En estos contextos, la inseguridad ha sido definida, en muchos casos, como una problemática resultante de las políticas neoliberales. “La inseguridad actual se ha producido por una gestión política que produce efectos inhumanos a todo nivel” (Pegoraro, 2003). Ante el surgimiento de esta nueva condición post-social, surge entonces la pregunta acerca de qué significa
gobernar la inseguridad. Cuestión que deriva de la definición misma del concepto de seguridad, proceso en el que los discursos políticos y mediáticos juegan un rol central. Como expresan Daroqui et al (2003), “las políticas de gobierno y los medios masivos centralizan el tema de la inseguridad en la cuestión del delito callejero o del crimen callejero”. A partir de esta recurrencia a nivel discursivo, la inseguridad termina por reemplazar metonímicamente al delito, al tiempo que la prevalencia de estas  definiciones del concepto tiene como contraparte el relegamiento de otras inseguridades que son invisibilizadas.
En épocas de campaña, este modo hegemónico de definir la seguridad por parte de  las fuerzas políticas porteñas se condensa en propuestas por aumentar la intervención policial y la necesidad de promulgar herramientas penales más duras para enfrentar el crimen urbano. Esta idea de inseguridad concebida como el delito común y las ilegalidades (por ejemplo, los cuidadores de automóviles) ha sido uno de los estandartes de la comunicación política del PRO, fundamentalmente durante la campaña electoral de 2007, que le permitió a Mauricio Macri asumir su cargo de Jefe de Gobierno de la Ciudad. A diferencia de esta primera estrategia electoral, en la contienda por su reelección en 2011 se evitó recurrir a la seguridad desde la retórica del riesgo. Las
remisiones a la cuestión securitaria giraron, en cambio, en torno a las políticas implementadas por el gobierno en gestión, centradas en la creación de la policía local y diversas estrategias de prevención situacional del delito. Lo mismo sucedió durante las campañas para las elecciones legislativas de 2009 y 2013, donde la seguridad apareció en la disputa discursiva desde las dimensiones de la eficacia, la gestión y el compromiso asumido.
A pesar de las diferencias de tinte entre las distintas campañas, en la discursividad del PRO la “tranquilidad” prometida se asimila al orden público, cuyo mantenimiento fue el objetivo mismo de este tipo de políticas que asocian la seguridad barrial con la ausencia de delitos. Así, el discurso del PRO contribuyó a reproducir la persecución del sujeto desviado alzada desde los medios masivos en un escenario signado por la criminología del otro (Garland, 2005). Por su parte, el FPV, principal rival del PRO en las elecciones ejecutivas de los últimos años en la Ciudad de Buenos Aires, define en forma heterogénea la seguridad,  recurriendo tanto a los delitos urbanos como a elementos sociales, a la vez que la contracara de la inseguridad se puntualiza en general en la ciudad a partir de la intervención sobre cuestiones educativas y de desarrollo social. La seguridad ingresa así
en la comunicación política del FPV a partir de la agenda propia demarcada por el partido en función de las políticas puestas en marcha a nivel nacional, evitando por otro lado remitir a la cuestión a partir de la dimensión del miedo. Sin embargo, por momentos y de la mano de campañas personales de algunos candidatos, la seguridad ingresó con mayor fuerza en el nivel discursivo durante la contienda electoral, generando incluso tensiones al interior del mismo partido. En las elecciones de 2013, la propuesta del entonces candidato a diputado por la Provincia de Buenos Aires Martín Insaurralde de disminuir la edad de imputabilidad puso de manifiesto una forma de entender la seguridad que se distancia de la discursividad habitual del partido: rebrota
así la cuestión del delito urbano, frente al cual el endurecimiento penal aparece como respuesta privilegiada.

En contra de este discurso punitivo, los sectores de la izquierda proponen un abordaje multidimensional del fenómeno de la inseguridad, poniendo de relieve cuestiones sociales tales como el consumo de paco, la exclusión del sistema escolar, la falta de trabajo, entre otras. Una discursividad centrada en la desigualdad como eje para  concebir la posesión de las seguridades sociales perdidas. En esta línea, tanto el FIT como Camino Popular coincidieron en la campaña de
2013 en sostener que la inseguridad no tiene que ver con el delito común generalmente asociado a jóvenes provenientes de barrios humildes o villas miserias, al que consideran un acto de criminalización efectuado por aquellos que se benefician de la generación de temor en la población. Así, la inseguridad fue definida, más bien, en relación al crimen organizado (la trata de personas, el delito económico, el juego clandestino, delitos contra la salud, el medioambiente, la seguridad laboral, etc.), el “Proyecto X”, la Ley Antiterrorista, la violencia y la corrupción policial, la desaparición de personas en democracia, la desigualdad de acceso a la justicia, la persecución de luchadores populares y militantes sociales.
Por otro lado, en la elección 2013 el narcotráfico surgió como una figura prioritaria para configurar la definición de inseguridad. En el frente UNEN fue central este ítem. El ejercicio del derecho de soberanía sobre el territorio nacional y el control de los flujos circulatorios tanto de personas como de mercancías trazaron un lazo entre los conceptos de seguridad y narcotráfico, corriendo el foco parcialmente desde la  micro-delincuencia hacia el crimen organizado. La inseguridad se presenta, de este modo, como una consecuencia directa del accionar de las “mafias”.
En términos generales, el combate contra la inseguridad adquirió un rol preponderante en las estrategias comunicacionales de las listas que conformaron el frente UNEN. Más allá de las diferencias internas entre los candidatos, muchas cuestiones atravesaron el discurso de las cuatro fuerzas políticas del frente. La  inseguridad apareció principalmente asociada a las nociones de peligros y riesgos urbanos. En general, esta situación fue definida a partir de la crítica a las falencias en la aplicación de políticas de seguridad, concebidas como responsabilidad exclusiva del
Estado nacional. A la cuestión circulatoria relacionada con el narcotráfico se sumaron, en mayor o menor medida, propuestas que platearon la necesidad de combatir la corrupción imperante en el Gobierno nacional; mejorar las condiciones de las fuerzas de seguridad con el objetivo de impedir que éstas se desvíen del cumplimiento de su función; y garantizar el efectivo cumplimiento de la ley existente.

 

III. Recapitulación y nuevos desafíos

La recurrencia de la seguridad como tema privilegiado en las campañas electorales de la Ciudad de Buenos Aires ha presentado matices a lo largo del período estudiado. El seguimiento de este proceso de construcción de la seguridad como gramática electoral nos ha permitido identificar una serie de ejes a partir de los cuales establecer regularidades y diferencias en las estrategias electorales de los distintos partidos en pugna a nivel local. De este modo, surgió como primer elemento a considerar la construcción de un destinatario ubicado, a partir de las discursividades de campaña, en el rol de un ciudadano-víctima. Mientras las fuerzas mayoritarias interpelan a un ciudadano que es víctima de la inseguridad urbana, la delincuencia y la violencia con un enfoque que enfatiza la “criminología del otro” (Garland, 2005); algunos sectores que se autoidentifican
con la izquierda coinciden en la construcción de un destinatario-víctima amparado en el paradigma de la opresión (Pitch, 2003): aquí el peso de la culpa se invierte y el victimario se convierte en víctima.

En segundo lugar, nos propusimos rastrear al contradestinatario delineado en las campañas electorales, el cual apareció vinculado, en la mayoría de los casos, a los partidos o dirigentes en gestión ya sea a nivel local o nacional. Así, las estrategias de cada fuerza política analizada ejercen entre sí influencias recíprocas y las singularidades se estructuran en base a las disputas con un adversario que se explicita, en mayor o  menor medida, en el plano discursivo.
El siguiente de los ejes observados a partir del análisis fue la emergencia de la seguridad como elemento central de la agenda pública. A partir de su posicionamiento como principal problema de la ciudadanía, los escenarios electorales locales se  encontraron teñidos por demandas por más seguridad, que dieron pie a propuestas de todo el arco político. Este contexto nos lleva a preguntarnos en qué medida la temática refleja las reivindicaciones históricas de cada partido o alianza política y, en consecuencia, en qué grado influye en la adopción de una agenda ajena. ¿De qué forma intervienen los sentidos de la historia reciente asociados a la seguridad en los discursos
delineados durante períodos electorales? En otras palabras, en una época donde la preocupación por la seguridad resulta significativa, ¿pueden los candidatos desconocer un tema históricamente asociado a los sectores conservadores cuya fisonomía no se reduce actualmente a políticas reactivas? En este sentido, consideramos que estas intervenciones sólo pueden entenderse en el marco general de una campaña teñida por la imposición de la agenda hegemónica alrededor de la seguridad, los riesgos y la exclusión de las fronteras urbanas de los sujetos peligrosos.
Finalmente, el último de los ejes se centra en rastrear los modos en que es definida la seguridad en las gramáticas electorales. Describir cómo entienden la seguridad los distintos sectores políticos implica establecer cómo piensan el espacio urbano y cómo proponen resolver los conflictos que en él emergen. En épocas de campaña, el modo  hegemónico de definir la seguridad –asociada al delito común y las ilegalidades– se condensa en propuestas por aumentar la intervención policial y la necesidad de promulgar herramientas penales más duras para enfrentar el crimen urbano. A este
modo de entender la problemática se oponen otras concepciones que definen la seguridad en relación al crimen organizado, la violencia policial y la corrupción estatal. En esta línea, en contra del discurso punitivo, se propone un abordaje multidimensional del fenómeno de la inseguridad, poniendo de relieve cuestiones sociales y centrando las  discursividades en la desigualdad como eje para concebir la posesión de las seguridades sociales perdidas.
Los resultados que hasta aquí presentamos no pretenden de ningún modo ser  definitivos, sino que son las primeras dimensiones extraídas del análisis y tienen como objetivo conducirnos a la profundizar la descripción de las regularidades y diferencias discursivas en torno a la seguridad que adoptan las gramáticas electorales en las sociedades contemporáneas. Estas variables serán revisadas de cara a la elección de 2015, a fin es establecer los ejes sobre comunicación electoral y seguridad que puedan ser seguidos en futuras elecciones locales y ampliados a campañas nacionales. Al mismo tiempo, el análisis presentado invita a repensar cómo seguir trabajando la construcción de la seguridad en tiempos de campaña y su interconexión con el campo político a nivel local. En ese sentido, formulamos algunas direcciones posibles para un abordaje futuro.
Una de las cuestiones que dispara el análisis es que no todas las fuerzas políticas analizadas han abordado la seguridad desde la dimensión del miedo. Ahora bien, para indagar qué tan distinta es la concepción de seguridad de las fuerzas políticas estudiadas, ¿es suficiente el análisis de la discursividad electoral? Para explorar esta idea por fuera del mercado electoral, una de las tareas a encarar próximamente es la realización de entrevistas en profundidad a referentes políticos de los partidos electorales relevados. Vinculada a esta cuestión se halla el tema de si el abordaje discursivo desde el miedo se vincula o no al período de gestión gubernamental. Por un lado, entrevistar a
los referentes políticos de fuerzas que se distancian de la perspectiva del miedo nospermitirá ver qué opinan al respecto y derivar algunas ideas y conjeturas de trabajo. Y por otro, entrevistar a referentes de organizaciones que no lo hacen, permitirá corroborar o no nuestra hipótesis inicial acerca de que las reconversiones del significado de la categoría de seguridad se vincula con el momento de gestión que atraviesa cada fuerza. Por otra parte, considerando que en la mayoría de los discursos analizados subyace el supuesto de que no existe la seguridad (ya sea que se la interprete en su dimensión punitiva o en sus dimensiones política, social y cultural) resulta interesante pensar en qué medida se hallan presentes en las prácticas de la ciudadanía, o parte de
ella, tipos de seguridad que no son asimilables a los que las fuerzas políticas remiten en la discursividad electoral. En este punto, la idea es emplear el método de los grupos focales para indagar las perspectivas de los actores sociales oriundos de distintos barrios de la ciudad de Buenos Aires, atendiendo a las formas de definirla a partir de la exhibición de spots de campaña. De ese modo, podremos observar las semejanzas y  contrastes entre las retóricas electorales y las opiniones que suscita en distintos sectores de la sociedad, particularizando en la dimensión moralizante de los discursos y las resistencias a las que dan lugar.


 

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