La explosión mediática de discursos centrados en la denuncia de la corrupción ha originado que Tomás Crespo analice la forma que asumió esta discursividad desde la campaña presidencial de Cambiemos en 2015 y los modos en que se desarrolla en su primer gobierno. A su vez, reflexiona sobre el uso político de la corrupción como parte de una tecnología de gobierno que legitime la re-implementación de programas económicos regresivos.                                                                                                                                                       

            Tomás Crespo

 

De un tiempo a esta parte los argentinos hemos asistido a la explosión de una infinidad de discursos centrados en la denuncia de la corrupción[1] estatal/política[2]  y en la necesidad de combatirla y erradicarla. En su gran mayoría, se trata de acusaciones que apuntan a develar la supuesta matriz esencialmente corrupta del kirchnerismo durante su largo ciclo, comprendido entre 2003-2015. La contraparte ha sido un movimiento simétrico pero de signo inverso, tendiente a establecer que el gobierno de la alianza electoral Cambiemos –que basó su campaña en un programa de fuerte impronta ética y moral y construyó a la administración “honesta” de la cosa pública como el pilar de lo que sería su gestión– está en realidad permeado por altísimos niveles de corrupción, ligados básicamente a la relación íntima entre una gran parte de los funcionarios de primera línea con el sector privado, del cual provienen y al cual estarían beneficiando.

Los campos político y periodístico se han conformado así como la arena en la que se disputa de manera intensa en torno a un capital altamente deseado pero que en los hechos se muestra como escurridizo y esquivo para todos los actores –aunque algunos puedan aducir más legitimidad que otros en esa lucha–: la honestidad.

Ahora bien, ¿es novedosa esta jerarquización del combate a la corrupción en la agenda pública? Claramente no. Muy por el contrario, el tema estuvo también al tope de los asuntos construidos como centrales para la sociedad en otras oportunidades.

Lo que debemos tener en cuenta es que, como indica Sebastián Pereyra (2013), no existe una relación directa entre el aumento de la corrupción y el hecho de que la misma se convierta en materia de debate público. Por lo tanto, aunque es imposible saber si se ha incrementado o no en un determinado período, sí podemos dar cuenta de que últimamente se ha constituido en un problema público en Argentina, replicando el proceso que se había dado durante los años noventa.

En aquella ocasión, el combate a la corrupción fue construido a nivel mundial como un problema que iba más allá del color político de los partidos gobernantes, en el que pretendía ser un mundo pos-ideológico, tras la caída de la Unión Soviética. En ese escenario signado por el triunfo del capitalismo neoliberal, “la corrupción apareció como un objeto cuya crítica permitía legitimar la aplicación de políticas de libre mercado como estrategia de desarrollo y, a la vez, señalar el modo en el que podían superarse los problemas que se presentaban en los procesos de transición a la democracia”[3] (Pereyra, 2013: 27). Con los matices característicos de cada caso concreto, a grandes rasgos, el fenómeno se replicó en Argentina.

Actualmente, en el marco de una nueva experiencia de cáriz neoliberal en nuestro país tras un largo período (2002-2015) caracterizado por otro patrón de acumulación, crecimiento y distribución de la riqueza y el ingreso (Kulfas, 2016) –que a falta de una mejor categoría podríamos definir como posneoliberal (Sader, 2008) –  vuelve a ponerse en agenda el combate a la corrupción estatal/política. Y vuelve a tratarse de un proceso que se desenvuelve a nivel mundial. En efecto, el fenómeno también se advierte en países como España[4], México[5], Brasil[6] o Corea del Sur[7], por citar solo algunos de los casos con mayor cobertura mediática[8].

Pese a las diferencias que pudiera haber entre uno y otro período en el que el combate a la corrupción se construyó como uno de los principales temas de la agenda pública y en el modo en que este proceso se dio en diferentes regiones[9], consideramos que el mismo debe ser leído –y aquí reside a nuestro entender la clave– como una tecnología de gobierno[10] en el marco de lo que Michel Foucault definió como la gubernamentalidad neoliberal (2012).

Con la categoría gubernamentalidad, este autor aborda el modo en que el poder se ejerce hacia el interior de lo que él llama el dispositivo de seguridad –que surge en reemplazo (sin eliminarlos, sino subordinándolos) de los dos grandes mecanismos que previamente habían definido, cada uno a su turno, la economía del poder en Occidente: el legal, jurídico o de soberanía, en primer término, y el disciplinario en segundo lugar–  sin necesidad de una permanente intervención del Estado, sino a través de la producción de una determinada verdad, cuyo respeto y seguimiento será lo que defina el “gobernar bien”. Se trata, dice Foucault, de  “formas de poder que no ejercen la soberanía ni explotan, pero conducen” (2009: 235). El poder entonces ya no será principalmente pensado a partir del establecimiento de un código binario sobre un territorio delimitado –como en el paradigma soberano– ni desde la necesaria normalización de individuos considerados desviados –como en las disciplinas–, sino en términos de la conducción de la conducta, con un fuerte componente persuasivo. Lo que se prioriza, observa Pablo de Marinis, son “acciones orientadas a regular o dirigir otras acciones” (1999: 11) o, en palabras de Foucault, se apunta a “estructurar el posible campo de acción de los otros” (Ibíd.). En igual sentido, Barry Hindess define a la gubernamentalidad como “la regulación de la conducta a través de la aplicación más o menos racional de los medios técnicos[11] adecuados” (Ibíd.).

Ahora bien, la gubernamentalidad como tal surgió en el siglo XVIII a partir de los planteos de la escuela fisiócrata y su caracterización del ciclo económico ya no como algo que debía ser constantemente controlado por el Estado, sino como un fenómeno natural, que presentaba sus propias regularidades sobre las que había que operar pero sin tratar de modificarlas. Desde entonces ha adquirido diversos formatos y aspectos. No hay nada como “la” gubernamentalidad, sino que hay diversas gubernamentalidades, cuyo único punto en común es el factor de la conducción de las conductas previamente referido. Lo que a nosotros nos interesa entonces es una variante específica de la gubernamentalidad: la neoliberal, que es la que caracteriza a las sociedades contemporáneas, tras el agotamiento del dispositivo disciplinario que signó a los Estados de bienestar en Occidente (y que hundía sus raíces en los albores mismos de la sociedad capitalista).

Sobre la gubernamentalidad neoliberal, Foucault evalúa que está definida por la “fobia al Estado” (2012: 94) y se caracteriza por ciertos rechazos: a la economía dirigida, la planificación, al intervencionismo estatal, al pleno empleo. La contradicción principal se dará entonces entre el liberalismo -entendido como un arte de gobernar “consistente en limitar al máximo las formas y los ámbitos de acción del gobierno” (2012: 39)-  y cualquier forma de intervencionismo económico, que para los discursos neoliberales desembocará necesariamente en una experiencia totalitaria al estilo del nazismo o del socialismo soviético, cuyo punto en común fue haber querido contrariar las leyes objetivas del mercado.

Para la gubernamentalidad neoliberal, por lo tanto, el mercado es la fuente y origen de toda verdad, razón por la cual se debe dejarlo actuar con la menor cantidad posible de intervenciones, para que así “pueda formular su verdad y proponerla como regla y norma a la práctica gubernamental” (Foucault, 2012: 46). En palabras de John Brown, en el seno del dispositivo liberal “la política encuentra su verdad en la economía” (2014: 10).

Entonces, ¿es el combate a la corrupción estatal/política un medio técnico adecuado para conducir la conducta de una determinada población en un sentido específico?

Entendemos que sí. Concretamente, consideramos que en el marco de la gubernamentalidad neoliberal, los discursos tendientes a priorizar la denuncia de hechos de corrupción estatal/política y el combate a la misma y a sus perpetradores, forman parte de una tecnología de gobierno que apunta legitimar la implementación y/o continuidad de programas económicos regresivos en términos de distribución del ingreso y de la riqueza, relegando en las denominadas “fuerzas del mercado” la capacidad de asignar recursos, lo que se plasma indefectiblemente en una estructura socioeconómica signada por la inequidad.[12]

En ese sentido, al construirse a la corrupción estatal/política como la principal problemática a resolver y como la causante de todas las consecuencias que derivan en realidad del modelo de organización económico y social vigente (pobreza, indigencia, desempleo, baja calidad de los servicios públicos, inequitativa distribución de la riqueza y del ingreso, etc.), se apunta a conducir la conducta de la población en la dirección de que la agenda de gobierno neoliberal sea aceptada, ya que no sería la responsable de las penurias materiales existentes, sino su supuesta solución, desde el momento en que limita el accionar del principal causante del accionar corrupto: el Estado. Se trabaja así sobre un regímen de visibilidad y de decibilidad muy concreto (Deleuze, 2015), a partir del cual determinadas cuestiones se construyen como evidentes y otras tantas pierden cualquier legitimidad[13].

Construir a la corrupción como la principal problemática de una sociedad y lanzar una cruzada contra la misma como política prioritaria, apunta a concretar el principal objetivo de la gubernamentalidad neoliberal, que como apuntan Nikolas Rose y Peter Miller, es conectar “las vidas de los individuos, grupos y organizaciones con las aspiraciones de las autoridades en las democracias liberales avanzadas del presente” (de Marinis, 1999: 17), pero sin imponerlo, sino conduciendo, persuadiendo. Esto se logra en base a la consolidación de determinadas racionalidades políticas[14], que se van asentando a partir del éxito demostrado en la construcción de diversos problemas como centrales y en la resolución efectiva de los mismos, en desmedro de otros posibles abordajes, conceptualizaciones y resoluciones. Es desde ahí que debemos pensar por qué en un determinado momento la corrupción se constituyó en un problema público y si la promesa de su combate ha demostrado éxito a la hora de resolver la encrucijada de la aceptación social de un modelo económico regresivo en términos de la distribución de la riqueza y del ingreso.

Claro que la respuesta no puede ser minimizar los efectos de la corrupción ni desestimarla como problema público. Se trata en cambio de advertir cómo funciona el dispositivo en el que estamos inmersos como primer paso necesario para construir una alternativa que nos ubique en otro plano, donde el combate a la corrupción estatal no implique la legitimación de políticas económicas sustentadas en el empobrecimiento y la desigualdad.


Notas al pie de página

[1] El título remite al libro de Jonathan Simon “Gobernar a través del delito”, quien al reflexionar sobre el modo en que el poder se ejerce en Occidente tras el colapso de los Estados de bienestar (aún de la versión estadounidense, mucho más liviana y menos inclusiva que la europea), denuncia el establecimiento de “un nuevo orden civil y político estructurado en torno al problema de los delitos violentos” (2011: 14), en el marco de la gubernamentalidad neoliberal. En estas páginas intentaremos argumentar que, quizá, estemos asistiendo a la conformación de “un nuevo orden civil y político estructurado en torno al problema de” la corrupción estatal/política.

[2] Con esto queremos decir que las denuncias de corrupción pueden centrarse tanto en funcionarios como en dirigentes políticos que no desempeñan cargos públicos.

[3] Un ejemplo concreto: al analizar el discurso pronunciado en la Universidad de Princetown por el secretario de Estado de los Estados Unidos, James Baker, en diciembre de 1991, en el que planteó los grandes lineamientos que su país seguiría en la política internacional tras la inminente desaparición de la Unión Soviética, el autor ruso Serhi Plokhy dice: “El secretario de Estado declaró que Washington estaba dispuesto a entablar relaciones con los dirigentes que defendiesen la centralización del control sobre los arsenales nucleares soviéticos y su progresivo desmantelamiento en todas las repúblicas menos en Rusia, así como la instauración de la democracia y la economía de mercado. La ayuda occidental – principalmente estadounidense- a las repúblicas dependería de que sus gobernantes se atuviesen a estos principios” (2015: 379).

[4] http://www.lanacion.com.ar/2018035-la-corrupcion-desborda-al-pp-y-amenaza-con-una-crisis-de-gobernabilidad-a-rajoy

[5] http://www.lapoliticaonline.com/nota/104852-el-pri-desata-una-caceria-de-gobernadores-corruptos-para-mejorar-sus-chances-electorales/

[6] http://www.lanacion.com.ar/1999082-los-brasilenos-regresan-a-la-calle-hastiados-de-la-corrupcion

[7] https://www.pagina12.com.ar/24999-cayo-la-presidenta-de-corea-del-sur

[8] http://www.lanacion.com.ar/1983910-corrupcion-una-nueva-fuente-de-inestabilidad-global

[9] Básicamente, debe destacarse la diferencia entre lo acontecido tras la disolución de la Unión Soviética y el consiguiente período de indiscutible hegemonía liberal, por un lado, y el escenario geopolítico contemporáneo, por el otro, mucho menos uniforme que aquel. A modo de ejemplo, los dos países que capitanearon el giro liberal en lo económico y conservador en lo político que abarcó a Occidente hacia finales de la década de 1970 –Estados Unidos e Inglaterra- hoy atraviesan situaciones muy distintas a las de entonces. En el primer caso, debido al triunfo en las últimas elecciones presidenciales de Donald Trump, cuya campaña se basó en una crítica directa a los efectos generados por la globalización en el pueblo estadounidense. En el segundo, la salida de la Unión Europea a partir del referendo denominado BrExit.  Por distintas vías, ambos electorados se pronunciaron en contra del diseño económico y político surgido tras la caída de los socialismos reales, uno de cuyos baluartes fue el combate a la corrupción. En igual sentido podemos mencionar la buena performance electoral que en Europa vienen desempeñando las alternativas ligadas a opciones nacionalistas, que también sustentan sus campañas en el combate a la globalización neoliberal, siendo los casos más recientes el del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia y el del Partido por la Libertad de Geert Wilders en Holanda, ambos consolidados como las segundas fuerzas políticas en sus países.

[10] Tecnologías entendidas como “los procedimientos prácticos por los cuales el saber se inscribe en el ejercicio práctico del poder, la autoridad y el dominio” (de Marinis, 1999: 16).

[11] Cursivas nuestras

[12] Intuitivamente, creemos que esta hipótesis puede adquirir para el caso argentino actual, en principio, tres formatos: 1) que los inevitables efectos regresivos sobre la distribución de la riqueza en el marco de cualquier programa económico de matriz neoliberal se deben la corrupción estatal/política y no al diseño macroeconómico en sí;  2) que el Estado debe retirarse todo lo posible del proceso económico ya que su misma intervención habilita la emergencia de la corrupción, concebida como el principal problema público a ser resuelto; 3) que la corrupción de la administración anterior producto lógico de su afán intervencionista –y no las políticas públicas actuales que favorecen un proceso regresivo en la distribución del ingreso- es la responsable de las penurias materiales del presente, que se solucionarán liberando a las fuerzas mercantiles.

[13] Los comportamientos corruptos en el ámbito privado, por ejemplo, que pasan prácticamente desapercibidos, ya sea que se relacionen o no con algún funcionario público.

 [14] de Marinis define a las racionalidades como “una forma de concordancia de reglas, formas de pensar, procedimientos tácticos, con un conjunto de otras condiciones, bajo las cuales, en un determinado momento, resulta posible percibir algo como un ‘problema’, tematizarlo como tal y generar alternativas prácticas de resolución del mismo, aún pese a las resistencias que precisamente esto pueda generar por parte de otros actores” (1999: 14).

 


Bibliografía

 

  • Brown, J. 2014 (2009): La dominación liberal. Ensayo sobre el liberalismo como dispositivo de poder (La Habana: Ciencias Sociales)
  • De Marinis, P. (1999): “Gobierno, gubernamentalidad, Foucault y los anglofoucaultianos (O: un ensayo sobre la racionalidad política del neoliberalismo)”, en García Selgas, F. y Ramos Torre, R.: Globalización, riesgo, reflexividad. Tres temas de la teoría social contemporánea (Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas)
  • Deleuze, G. 2015 (2013): El saber. Curso sobre Foucault (Buenos Aires: Cactus)
  • Foucault, M. 2012 a (2004): Nacimiento de la biopolítica (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica)
  • Foucault, M. 2009 (2004): Seguridad, territorio, población (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica)
  • Kulfas, M. (2016): Los tres kirchnerismos. Una historia de la economía argentina 2003-2015 (Buenos Aires: Siglo Veintiuno)
  • Pereyra, S. (2013): Política y transparencia. La corrupción como problema público (Buenos Aires: Siglo Veintiuno)
  • Plokhy, S (2015): El último imperio. Los días finales de la Unión Soviética (Madrid: Turner)
  • Sader, E (2008): Posneoliberalismo en América latina (Buenos Aires, CLACSO)
  • Simon, J. 2011 (2007): Gobernar a través del delito (México: Gedisa)